"...Yo sueño que estoy aquí / destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado / más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí. / ¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son."
(soliloquio de Segismundo, Pedro Calderón de la Barca)
A medida que escarbaba el insomnio la noche se le hacía más clara. La telaraña siempre iba a la postre cediendo pero siempre había más y más, fluyendo en una danza desgastante y eterna.
Las arañas eran voraces pero siempre habían sido devoradas. Segismundo en ocasiones había sido una de ellas. No estaba claro.
El mar podía divisarse no muy lejos, como siempre, pero esta vez el olor a sal se impregnaba como pequeños caracoles en el interior de sus narices. Pequeñísimos y numerosísimos gasterópodos como hordas de tropas beligerantes y decididas a arrasar las ciudades negras.
De áspero a liso. De pavimento a playa húmeda. De algodón a seda. De smog a pinar. Imposible asir las cosas de tan lisas. El tacto le era como un cosquilleo de electrones, a lo sumo.
Una frutilla que sorprendentemente no era negra como todas las frutillas que se conocen, era de un color extraño. Un color más allá del blanco, el negro y el amarillo que todos conocemos. ¡No! Era un cuarto color. Como si de alguna onírica forma tal color pudiera existir.
Segismundo le llamó roxo. Roxo, dijo, es el color de las nuevas frutillas. Quizá en homenaje a su madre, a quien nunca había conocido. Su nombre era Roxaia. Él lo supo.
Pensó que ella debió tener el color roxo en sus labios, pero le pareció una locura. Ese pensamiento le hizo sonreir. Por primera vez.
Era extraño que un pensamiento del pasado se le presentara. Generalmente abundaban los pensamientos y recuerdos del futuro, no los que ya tenían que haber ocurrido, los del pasado.
La frutilla brillaba en medio de esa hermosa negrura. Especimen único representante acaso del universo de los roxos, fulgurante enigma que se acercaba más a la locura que a la racionalidad, flotando en el espeso sopor del aire que se desgajaba.
De sabor dulcísimo que se adivinaba. Al fin la probó.
Y además de dulcísima era alucinógena, pero no en un sentido de ensoñar, ni de soñar, ni de drogarse; sino en el de despertar.
Esa especie de sueño raro que uno siente en el segundo en que despierta. Cuando despertábamos de niños en la casa de los primos y no entendíamos dónde estábamos.
ROXO. Todo era roxo. Algo que entendió como arriba. Abajo. A un lado, al otro.
No todo era afuera, también había adentro.
Segismundo se sorprendió por comprender todo instantáneamente. Ya no sólo sentía sus nueve sentidos. Ahora se percataba de tener muchos más. Como si su número fuera en constante crecimiento y no pudiera contarlos.
Nunca jamás Segismundo había estado en un sitio donde no hubiera telarañas, por eso descreyó de su cordura al principio.
De pronto desde "arriba" comenzaron a brotar colores nuevos. Eran infinitos o quizá doce o trece, ¡quién sabe!
Y luego más y más... Evidentemente, algo fuera de toda razón segismundiana, un mundo más allá de todo segis-mundo.
Pero era hermoso. Y gozoso. En extremo.
Segismundo comenzó a flotar y a expandirse. Sí, como un globo. Todos los colores de los que estaba hecho ese mundo iban incorporándosele. Fue maravilloso.
Lo último que se supo fue que había una niña mirándole debajo, a lo lejos, ya en el último instante de todo. Segismundo lloró.
- ¿Y qué pasó luego, papá?
- Nada hija. Ya nada pudo pasar.
Ya no llores hija.
Sergio W
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