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En Copacabana

Todo el mundo sabe que las playas de Copacabana, y Río de Janeiro en general, nunca han sido un
lugar muy seguro. Aunque según mis referencias era mucho más inseguro en décadas pasadas.
Me ha sucedido un incidente que quisiera contar, un poco como catarsis, un poco como información para otros turistas.
En esta época de invierno aquí oscurece temprano, precisamente a las seis de la tarde.
Ayer un vendedor con el que entablé una conversación en la playa mientras me preparaba unos tragos me advirtió que no me quedara en la playa cuando obscurecía y había poca gente porque venian ladrones a atracar y robar amenazando con "facas". Tomé nota mental y, aunque no terminé haciéndole caso, creo que me sirvió lo que me dijo, porque algo quedó en alerta en mi cerebro.
Hoy, hace hora y algo, terminó sucediéndome un incidente como el que me habían advertido.
La playa, el agua, la temperatura, la leve brisa, ¡todo! estaba demasiado perfecto como para seguir disfrutando tirado en la arena con algunas caipirinhas encima (no en exceso, las necesarias, ¡que conste! ;-) ) meditando entre quedarme un minuto más o hacer fuerza para levantar de la arena todos los gramos de mi humanidad e irme.
Estaba yo debatiéndome un poco entre sueños y ensoñaciones semi-alcohólicas si levantarme o no cuando un garoto, que no era de chocolate ni de Ipanema, se me pone en cuclillas al lado mío.
Algo me pareció raro, balbuceó algo que no entendí ni hice el esfuerzo de entender y, mientras le daba cuerda a las sinapsis de mis neuronas para entender lo que estaba pasando, miré mi reloj y creo que le dije "Vinchi pra as sechi".
Él, medio desorientado, sin saber si me estaba haciendo el tonto o si era demasiado vivo (confieso que no sé aún cuál es el caso, creo que una mezcla de ambos), mira para abajo y me muestra, horizontal entre sus dos manos, una faca como de treinta centímetros, cuchilla como la que usan los carniceros, con un mango de plástico blanco.
Me terminó de caer la ficha (acá es donde creo que me aceleró el pensamiento la advertencia que me había hecho el vendedor la noche anterior) y, no sé cómo hice, pero estando sentado sobre mi lona en la arena pegué un salto instantáneo como un resorte mientras levantaba con mi mano izquierda el bolso y con la derecha la lona. Todo debió ser muy rápido pero pasó por mi mente como en cámara lenta, creo que por efectos del alcohol. Incluso cuando estaba arriba miré hacia abajo y a los lados para ver si me olvidaba algo, mientras el caco me miraba atónito, abajo, con la cuchilla entre sus manos.
Aquí viene algo que, ahora pensando, creo que tiene que ver con algo que me sucedió en el pasado. Hace muchos años me enfrenté en un pasillo con una rata enorme que, al parecer, estaba preniada. Me le acerqué con un escobillón y mientras lo hacía, viéndose sin salida, la rata se paró sobre sus dos patas traseras enfrentándome. No voy a explicar aquí cómo quedó la rata, de todos modos, porque no viene al caso, es muy asqueroso y mucha gente que me conoce ya sabe sobre esa anécdota. El hecho es que luego de investigar me enteré que los animales, aún en desventaja y ante un peligro inminente, tienen el instinto de levantarse todo lo que pueden para parecer más grandes ante su enemigo. Incluso abren sus alas o levantan sus patas o lo que sea para parecer más amenazadores.
Cuento esto antes de contar el desenlace porque creo que instintivamente me pasó algo similar.
Resulta que cuando me levanto, aún a cincuenta centímetros del agresor, yo con mis dos brazos levantados, la mano izquierda sosteniendo el bolso, la derecha, la lona, hago un paso largo instintivo hacia atrás para alejarme del filo de su arma blanca. En ese instante quedamos, yo como un gran animal erguido, él pequeño en la arena pero con una faca que podría haberme atravesado fácilmente de lado a lado.
Todo esto sucedió en un segundo o dos. Yo, a la vez que lo miro y él se empieza a levantar, le grito: "¡Eaa! ¡Eaaaaa! ¡Foraaaa! ¡Foraaaa! ¡Eaaaaaa! ¡Foraaaaa!", mientras trato de alejarme hacia atrás para no quedar al alcance de su cuchilla.
Todo fue instintivo pero mientras gritaba así con los brazos en alto recuerdo que intentaba llamar la atención de otra gente que pudiera estar más lejos en la playa.
La cuestión es que la rara maniobra surtió su efecto porque el hombre empezó a retroceder hacíendome gestos como que todo estaba bien, que se retiraba.
Caminé unos cien metros hacia las luces de la Avenida Atlántica y mientras me alejaba me preocupé por otra gente que había detrás dispersa en la playa, pensé con potencial alivio que quizá me hubieran escuchado y se pondrían a salvo.
Con algo de asombro aún, mezcla con bronca, pero sorprendentemente tranquilo me senté en uno de los puestos de la avenida donde el tiempo parecía transcurrir por un andarivel más sosegado y despreocupado de lo que diaria y evidentemente pasa a sólo cien metros de allí.

Sergio W

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"...y me encontré a mitad del tiempo sobrevolando los cielos y el infierno"
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